Canciones cursis aparte, y fuera lo que Facebook y otras redes contabilizan como amigos, (familiares, conocidos, compañeros de trabajo, vecinos de granja o de Angry Birds etc..) en la llamada vida real "un amigo es un tesoro", difícil de encontrar y aún más difícil de mantener. Resumiendo, conocidos lo son muchos; los amigos pocos. Por eso resulta temerario exponer un bien escaso a una de esas pruebas que arruinan una pareja o una relación de años: viajar juntos. Y cuando hablo de viajar es viajar de verdad; una prueba de resistencia que tenga la duración suficiente como para transformar a un ser encantador en un tipo odioso al que estás deseando perder de vista. Tiene que tener avión, durar más de tres días y obligarte a responder las grandes incógnitas: ¿quienes somos? ¿de dónde venimos? ¿a qué hora quedamos? ¿qué hacemos hoy? ¿donde vamos de visita? ¿dónde comemos? Las respuestas y sus consecuencias son horas de conversación inútil y abonan la semilla de la destrucción.
Pero cuando Gustavo me dijo que si quería ir a Bolivia para el trabajo que estábamos haciendo yo ni siquiera pensé en el riesgo. A fin de cuentas eramos buenos compañero, y nos llevábamos muy bien ¿que podía pasar? Ignorando los peligros de volver sin hablarnos, nos marchamos para Bolivia en uno de esos vuelos de AeroSur que no tenían ni televisión ni nada parecido. El domingo, después de aterrizar en Santa Cruz de madrugada, conocimos a la arquitecto boliviana que iba a completar el grupo. Como es habitual, nos fuimos a comer para comprobar que precisamente sobre comida no íbamos a discutir. Al día siguiente cogimos un coche y empezamos por la famosa bioceánica un viaje que repetiríamos varias veces aquel año. Inauguramos nuestro tres en carretera particular.
La llamada bioceánica es una carretera de dos carriles (uno de ida y otro de vuelta) que entonces estaba sin acabar, y que va de Santa Cruz de la Sierra a Puerto Quijarro o, lo que es lo mismo, llega hasta la frontera con Brasil, pasando por otras seis ciudades que teníamos que visitar para hacer nuestro trabajo. Sólo son unos seiscientos kilómetros, lo que en una autopista europea son unas 6 horas. Pero en Bolivia no es lo mismo.... En el sentido literal de la palabra, vendría a ser lo que los urbanistas llamamos pomposamente "viario de coexistencia": en la carretera coexisten, vehículos, carros, algún caballo suelto y vacas. Sobre todo vacas; porque a las vacas (ignoro la razón) les gusta la autopista y se pasean en pandilla por los márgenes o, directamente, por el centro. Son tranquilas y no hacen extraños ni atacan al coche, pero con poca iluminación existe peligro de estamparte contra ellas por lo que se necesita un sistema de vigilancia. En nuestro caso el que iba en el asiento trasero, avisaba con una contraseña: si veía a lo lejos una vaca interrumpía la conversación diciendo "¡vaca!".
Peligros aparte, la carretera es plana y casi sin curvas, parece una aburrida recta sin fin. Para animar nuestro viaje el tramo que estaba sin acabar se hacía por lo que llaman "El Cerrito" que no es más que una pista de arena, piedras, baches y a veces charcos que sube y baja de forma que para 40 kilómetros necesitas como poco casi dos horas. Si tienes la suerte de ir delante, de día, todo va bien porque ves venir los baches. Si vas de noche en el asiento trasero y al volante un imitador de Carlos Sainz pasar el Cerrito es interminable. Si encima, como me pasó la primera vez, llevas en el coche gasolina mal tapada y tres kilos de plátanos que han estado al sol todo el día, el momento es inolvidable. Pero El Cerrito es un camino como los que se pintan en los cuentos, con su tierra tan roja que los charcos que hace la lluvia parecen pintura, y sus arboles en todos los tonos de verde imaginables bordeando el camino. Los colores cambian con el sol y la lluvia y, por supuesto, siempre hay alguna que otra vaca como colocada de adorno. La noche de los plátanos fue un infierno que casi acaba mal, pero luego le tomé cariño y conservo un montón de fotos que hacíamos desde el coche. La mayoría movidas, eso sí.
La cosa iba tan bien que creamos un grupo en el whatsapp por el que chateamos y que se llama, en un arrebato de originalidad, bolivian conection. Para cuando nos separase el Atlántico... Y nos reímos mucho, pero mucho. Y volvíamos a reír al recordar lo que habíamos pasado y al contarlo al regreso a unos compañeros de trabajo a los que no les hacían ni la mitad de gracia. Eramos (somos) un poco como los compañeros de mili, que se empeñan en que los otros comprendan lo que se han perdido. Esfuerzo inútil; si alguno de los que nos escuchan hubiera venido, el grupo seguramente no habría funcionado. Y los tres nos habríamos perdido lo realmente extraordinario de nuestros viajes por la bioceánica boliviana: superamos con gran éxito la prueba y ya nos quedan dos amigos menos para conseguir el millón.
No entendí lo de la comida en Segovia, quizá algún día me lo aclares. Por lo demás muy bonito el relato cruceño.
ResponderEliminarEra porque en una primera versión contaba el problema del atasco de ida y de vuelta. No porque sea desagradable comer en Segovia...Dios me libre
EliminarRealmente habria que estar alli!!! No es mas naa....te felicito, que talento!
ResponderEliminarQue voy a decir. Muchas gracias. Y efectivamente, no es más naa..
Eliminar