Doña María tiene un puestecito de comida en una calle de Roboré.
Puestecito porque es una casita de madera de forma rectangular que en algún momento fue móvil y ahora se apoya sobre el resto de las patas originales, un neumático, unas piedras y cualquier cosa que contribuya a mantener la estabilidad. Creo que está pintado de un azul pálido ligeramente verdoso, con detalles blancos. En uno de los lados largos tiene un cierre que se levanta dejando libre el mostrador para atender a los clientes. Dentro, en muy poco espacio, se organiza una cocina que se reduce básicamente a dos placas de hornillo, una nevera, estantes y sobre el mostrador una vitrina de cristal, como una pequeña urna, para conservar las bolitas de masa para las empanadillas.
Doña María no lo sabe pero sigue (en amable) el mismo sistema que los restaurantes pijos españoles: abre cuando puede o quiere, te sirve lo que tiene y tu te conformas.
- ¿Tiene empanadillas de queso?
- No, mi niña.
- ¿Y de carne?
- Noooo. Hoy sólo tengo de pollo...
- Bueno, pónganos tres. ¿Y cerveza?
- No. Sólo tengo soditas
- Estupendo. Pues otras tres.
Y tan contentos porque, aunque hay otros puestos de comida parecidos en Roboré, si íbamos al suyo era porque mis compañeros habían estado antes y se habían convertido. Me dijeron que Doña María era una de esas escasas personas que parece buena y además debe serlo. Es un poco como abuelita de cuento, facciones dulces, pelo recogido en un moño, manos pequeñas y esa edad indefinida de mujeres humildes que llevan toda la vida trabajando para salir adelante. Habla suavemente, también con los ojos, y dice cosas sensatas sin darse importancia. Sabe escuchar con una sonrisa mientras aplasta con cariño las bolitas de masa para las empanadillas y freírlas en la sartén. Todo artesano y a la vista del cliente, no por volver a lo natural sino porque es lo que es. Si hay un niño cerca, o era su nieto quizás, le da unos bolivianos para que se acerque a comprarnos las cervezas que no tiene en la nevera. Y el crío vuelve corriendo con las paceñas.
Alrededor de otros puestos algunos ponen unas mesas y sillas como para hacer una terraza, pero en este solo hay taburetes. Ni para todos, ni cómodos pero Doña María transmite una sensación tan agradable que la conversación se alarga y en lugar de una empanadilla comimos tres charlando junto al mostrador. Me dijo que me parecía a Sor Angela, una profesora que había tenido de pequeña de la que guardaba buenos recuerdos. Una monja.... pero no me molestó: entre los kilos que había ganado y el pelo que llevaba, era un halago. Le conté la receta de la tortilla de patatas porque quería hacerla y se ruborizó cuando hablé de echar aceite hasta cubrir el culo de la sartén. Allí al trasero le llaman cola, con la confusión que esto crea, y culo no se dice; está muy feo...
Doña María ejerce de cocinero mágico y lo que iba a ser un aperitivo se convierte en la cena. Las empanadillas están ricas, pero ella consigue que te sepan mucho mejor porque tiene el don, cada vez mas difícil de encontrar, de hacer sentirse bien a sus clientes con muy poco. Me pregunto que hubiera conseguido en otras circunstancias económicas, en otra ciudad, con otros medios. Podría haber tenido un restaurante para iniciados al que iban los ricos para luego presumir y hacerse fotos con ella. O una pequeña casa de comidas en la que sus comensales se sentirían a gusto. ¿Iría de mesa en mesa preguntando si ha gustado la cena? ¿Habría deconstruido las empanadillas? No creo. Puede que Doña María sea así porque ha pasado por mucho y después de muchas penalidades ha llegado a esa paz interior que transmite sin querer.
Las últimas veces que estuvimos en Roboré no pudimos verla. Una día estaba cerrado, como los restaurantes exclusivos, y otro la calle donde tenía su puesto estaba levantada por obras y no tuvimos tiempo para localizarla. Me hubiera gustado llevarle un regalo que le pudiese gustar: un libro de cocina española o un delantal de esos con lunares y volantes de gitana que tanto éxito tienen. A fin de cuentas se lo debo porque ella es uno de esos buenos recuerdos que te hacen querer a un país cuando andas recorriéndolo de un lado a otro. Quizás, después de toda una vida trabajando, a lo mejor ya es tiempo de que descanse... Pero en el fondo espero que, si vuelvo a Roboré, Doña María siga haciendo empanadillas mágicas. Por si acaso me llevaré el regalo.
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